Edurne Pasaban y su sherpa mirando la cima del Kangchenjunga
Estoy siguiendo la aventura de Edurne Pasaban por las montañas del Himalaya. Aventuras ya ha tenido unas cuantas esta chica, alpinista; esta vez va a por la leyenda: se trata de ser la primera mujer que escala los «catorce ochomiles» de la Tierra, las catorce montañas más altas de nuestro mundo, que pasan de 8000 metros sobre el nivel del mar. Le quedan dos: el Annapurna y el Shisha Pangma, este último ha sepultado bajo sus nieves a veintiuna personas.
Hay diferencias. No es lo mismo un judío ultraortodoxo de Mea Sharim, en Jerusalén, que Woody Allen. Supongo que la distinción estará en el sentido del humor, casi más en eso Lee el resto de esta entrada »
-Todo el mundo sabe que hablas mejor que un cura, John, pero ha habido otros capaces de gobernar un barco tan bien como tú -dijo Israel-; y también les gustaba divertirse, como a cualquiera. No eran tan estirados como tú y se unían a la fiesta como uno más
-¿Y qué? -replicó Silver-. ¿Dónde están ahora? Pew era uno de esos y murió como un mendigo. Flynt también lo era y el ron acabó con él en Savannah. ¡Menuda tripulación aquella! ¿Pero dónde están ahora?
Nadie sabe que será el futuro y nadie puede saberlo. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que desde que todo el mundo se ocupa del futuro no se puede comer uno una tortilla decente.
Supongo que por ser el 60º aniversario de la publicación de «1984» (1949), de George Orwell, mucha gente lo estará leyendo por primera vez, si además añadimos que este año 2009 cumple veinticinco años todo aquel que naciese en 1984 pues la carambola es doble. Si nos ponemos pesaditos podemos comentar que la gente se empieza a sentir identificada con la idea de que sigue los parámetros que se marcan desde sabe Dios que altas esferas. Si rizamos el rizo un montón (y nos convertimos en genios melodramáticos como Almodóvar) se puede decir que mucha gente lee más en estas fechas de empleo escaso y pocas oportunidades de ocio externo gratuitas.
Hace un mes, más o menos, robaron los espejos (uno cóncavo y otro convexo) del Callejón del Gato, por los que Ramón de Valle-Inclán vio la tragedia de España transformada en esperpento a través de los ojos de Max Estrella. Ya sabréis que estoy hablando de «Luces de Bohemia» (1920), probablemente la obra de teatro que defina mejor un país en su contexto.
Hubo un tiempo en el que un conjunto de pueblos llamados indoeuropeos (por ponerles un nombre) decidieron acometer, sin saberlo, una de las grandes reformas de la historia. Se dispersaron como sus dioses les dieron a entender llevando consigo unos pocos enseres, mucha hambre y valentía y una lengua, un conjunto de lenguas, que extenderían como herencia cultural por, prácticamente, todo el mundo conocido. Supongo que ya conocéis el dato de que el latín y por ende el castellano provienen de estos pueblos míticos de los que casi no se conoce nada: solo algunas prácticas agrícolas y ganaderas y que eran bastante guerreros y cabezones.
A no ser que uno diga adiós a aquello a lo que ama, a no ser que uno viaje a territorios vírgenes, tendrá que esperar simplemente un desgaste largo. Una eventual extinción.